La documentalista hace la compra. Camina por el pasillo de la leche, busca la marca que le gusta, mira el precio y decide que ya está: que se acabó el calcio con isoflavonas de soja a 1,39 euros el litro. “¡Adiós, adiós!” les dice a las isoflavonas, que son azules y verdes y elegantes, y coge cuatro tetrabriks de una leche aburridísima, blanca, sin imágenes de vacas, ni nata ni vitaminas ni omega tres, a 79 céntimos el litro. Que será radiactiva, lo más seguro. “Ah, qué pena las vacas, qué pena, ahí pastando uranio 238, y sin saberlo”. Se da la vuelta y se acerca a los quesos. Ciento quince tipos de queso, allí amontonados, sin orden ni concierto. Le vienen ganas de sentarse y documentarlos y catalogarlos. De cabra/de vaca/de oveja/de mezcla/más del 40% de materia grasa/menos del 40%/orgánicos/amarillos/azules/caros/carísimos... Pero se aguanta y repite las palabras de la psicóloga Patricia. “No se puede clasificar todo, no se puede”. No es sano. Jamón cocido, ah, jamón cocido. Eso sí es sano. Sin sal, 0% grasa saturada. A 2,35 euros el paquetito de 125 gramos, calcula, “pero si con eso no da ni para un bocadillo, ¿esta gente perdió el tino?”, pregunta, acordándose de la madre de Mafalda, “sunescán-daluna-buso”. Y cuando una señora muy resfriada que pasa a su lado la mira con alarma, la documentalista se da cuenta de que otra vez está hablando en voz alta.
No, no.
La documentalista se aleja de la señora resfriada, primero porque no quiere más virus ni bacterias ni fiebres este invierno, y después porque se avergüenza bastante de sí misma, que hablarle al jamón cocido no es como contestarle a la tele o a la radio; no, es enfermizo, casi tanto como el deseo de ordenar los arroces según su variedad y procedencia geográfica, o las latas de pimientos rellenos según la grima que den (en una escala de uno al cientodiez). No. “No se puede clasificar todo, no se puede, no se debe”.
Pescado. Se acuerda de que necesita pescado. Se va para la nevera de los congelados. Y claro, allí está la señora resfriada, asomándose al hielo la muy imprudente. No sólo eso: acercando la nariz (rosa) al bacalao de Noruega que, lo sabemos, es un animal peligrosísimo, un depredador, que surca los fiordos persiguiendo arenques y crustáceos para devorarlos sin piedad. “¡Cuidado!”, la documentalista avisa a la señora resfriada. Pero antes de que pueda explicarle nada, la señora resfriada huye con sus virus, sus bacterias y su bacalao de Noruega.
La documentalista decide que a partir de ahora sólo va a ir a la compra a supermercados que estén lejísimos de su casa y a horas raras, a las que no haya más nadie. Así podrá hacer el ridículo con tranquilidad.