La documentalista está sentada delante del ordenador, toda preocupada. Porque acaba de descubrir que en su base de datos hay dos libros que se llaman igual, “Descripción de las Yslas de Canaria”. Y el autor también se llama igual, Pedro Agustín del Castillo. Así que, razona ella, debe de ser el mismo libro. Sólo que uno es de 1686 y el otro de 1739.
La documentalista se muerde una uña. Luego el dedo entero. Deja de morder cuando llega a un anillo que parece relleno de Cristasol. “¿Me habré equivocado con la fecha? ¿Habré hecho dos fichas distintas del mismo libro? ¿Qué probabilidades hay de que dos tíos con el mismo nombre y apellido hayan escrito un libro con el mismo título con 53 años de diferencia?”.
Entonces suena el teléfono y es un ser humano que pregunta amablemente si puede ser que la documentalista tenga a mano “el libro negro aquel que estaba mal encolado, el de los alemanes”. “Sí”. La documentalista ya no sufre, porque ha conseguido hablar su idioma. Seis meses le ha costado, pero no hay obstáculo que no venza la constancia. El ser humano, contento, dice que ahora se acerca a por él. Muy bien. Adiós.
La documentalista mira en las fichas dónde están guardados los (¿los?) libros de Pedro Agustín del Castillo. Lejos, en otra sede. Mierda.
Tocan a la puerta. La documentalista se preocupa más. Porque cree que el ser humano ha adquirido el poder del teletransporte y se ha plantado allí, cuando ella todavía no se ha levantado de la silla para coger el estudio de Marcos Sarmiento sobre los viajeros alemanes en Canarias (eso era lo que le estaba pidiendo, sí). Pero cuando va y abre es el cartero, que trae un paquete. Un paquete del Canadá.
¡OH!
¡CANADÁ!
La documentalista se muere de curiosidad. El paquete es blanco y rojo, con dibujitos, y tiene aire de regalo.
¡OH!
Y cuando lo deshace, dentro hay... hay... un trozo gordo, oscuro y aromático del What-the-dickens-whisky-fruitcake de Arantza. Envuelto con infinito cuidado, como para aguantar un viaje de casi 6.000 kilómetros. Por mar. Y la documentalista salta y se olvida del universo y se prepara un café con leche y se corta una rebanadita de queque, y lo muerde, y se siente arrebatadamente feliz y agradecida. Ah, está riquísimo, con sus pasas y su jengibre y sus nueces y sus especias. La documentalista lleva mucho tiempo sin beber alcohol por orden del médico migrañólogo, que le mandó unas pastillas crueles y siniestras, tanto que la mayor parte de los días ella preferiría el dolor de cabeza. Pero nadie le dijo que no comiera alcohol.
¡OH!
Otro poco.
Otro café.
Un pedacito más. Pequeño. Bueno, mediano.
Tocan a la puerta. ¿Será el cartero otra vez?
No. Es el ser humano. “Hostia. El bibro. Biblo. Juacs. Bibrlo no. Li-li-liibro. Eso. Negro, mal encorrlado. Pero antes de ir a abrir la puerta tengo que guardar el queque. Que es mío y sólo mío. Mi tesoro... MÍO”.
La documentalista se levanta y se tambalea un poco. Se vuelve a sentar. El ser humano, el pobre, toca a la puerta más fuerte. Ahí se va a quedar. “Mañana se lo doy, si total a él le da igual, si ya lo ha leído y sabe cómo acaba; los alemanes se vuelven toditos para su casa”, se dice, llena de razones y de whisky, la documentalista.
Suena el teléfono. “Y ahora seguro que es Pedro Agustín del Castillo. Pues no lo cojo. Que son ganas de joder nada más. Que llame mañana”. La documentalista se pone otro café y piensa qué canción irá mejor con este colocón tan bonito que tiene.